martes, 10 de enero de 2017

Vida de San Antonio Abad Tercer Capitulo

LA VOCACIÓN DE ANTONIO Y SUS PRIMEROS PASOS EN LA VIDA MONÁSTICA

Después de la muerte de sus padres quedó solo con una única hermana, mucho más joven. Tenía entonces unos dieciocho o veinte años, y tomó cuidado de la casa y de su hermana. Menos de seis meses después de la muerte de sus padres, iba, como de costumbre, de camino hacia la iglesia. Mientras caminaba, iba meditando y reflexionaba como los apóstoles lo dejaron todo y siguieron al Salvador (Mt 4,20; 19,27); cómo, según se refiere en los Hechos (4,35-37), la gente vendía lo que tenía y lo ponía a los pies de los apóstoles para su distribución entre los necesitados; y que grande es la esperanza prometida en los cielos a los que obran así (Ef 1,18; Col 1,5). Pensando estas cosas, entró a la iglesia. Sucedió que en ese momento se estaba leyendo el pasaje, y se escuchó el pasaje en el que el Señor dice al joven rico: Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y d selo a los pobres; luego ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo (Mt 19,21). Como si Dios le hubiese puesto el recuerdo de los santos y como si la lectura hubiera sido dirigida especialmente a él, Antonio salió inmediatamente de la iglesia y dio la propiedad que tenía de sus antepasados: 80 hectáreas, tierra muy fértil y muy hermosa. No quiso que ni él ni su hermana tuvieran ya nada que ver con ella. Vendió todo lo demás, los bienes muebles que poseía, y entregó a los pobres la considerable suma recibida, dejando sólo un poco para su hermana.

Pero de nuevo, entró en la iglesia, escuchó aquella palabra del Señor en el Evangelio: No se preocupen por el mañana (Mt 6,34). No pudo soportar mayor espera, sino que fue y distribuyó a los pobres también esto último. Colocó a su hermana donde vírgenes conocidas y de confianza, entregándosela para que fuese educada. Entonces él mismo dedico todo su tiempo a la vida ascética, atento a sí mismo, cerca de su propia casa. No existían aún tantas celdas monacales en Egipto, y ningún monje conocía siquiera el lejano desierto. Todo el que quería enfrentarse consigo mismo sirviendo a Cristo, practicaba la vida ascética solo, no lejos de su aldea. Por aquel tiempo había en la aldea vecina un anciano que desde su juventud llevaba la vida ascética en la soledad. Cuando Antonio lo vio, "tuvo celo por el bien" (Gl 4,18), y se estableció inmediatamente en la vecindad de la ciudad. Desde entonces, cuando oía que en alguna parte había un alma que se esforzaba, se iba, como sabia abeja, a buscarla y no volvía sin haberla visto; sólo después de haberla recibido, por decirlo así, provisiones para su jornada de virtud, regresaba.

Ahí, pues, pasó el tiempo de su iniciación y afirmó su determinación de no volver mas a la casa de sus padres ni de pensar en sus parientes, sino de dedicar todas sus inclinaciones y energías a la práctica continua de la vida ascética. Hacía trabajo manual, pues había oído que "el que no quiera trabajar, que tampoco tiene derecho a comer" (2 Ts 3,10). De sus entradas guardaba algo para su manutención y el resto lo daba a los pobres. Oraba constantemente, habiendo aprendido que debemos orar en privado (Mt 6,6) sin cesar (Lc 18,1; 21,36; 1 Ts 5,17). Además estaba tan atento a la lectura de la Escritura, que nada se le escapaba: retenía todo, y así su memoria le serví en lugar de libros.

Así vivía Antonio y era amado por todos. El, a su vez, se sometía con toda sinceridad a los hombres piadosos que visitaba, y se esforzaba en aprender aquello en que cada uno lo aventajaba en celo y práctica ascética. Observaba la bondad de uno, la seriedad de otro en la oración; estudiaba la apacible quietud de uno y la afabilidad de otro; fijaba su atención en las vigilias observadas por uno y en los estudios de otros; admiraba a uno por su paciencia, y a otro por ayunar y dormir en el suelo; miraba la humildad de uno y la abstinencia paciente de otro; y en unos y otros notaba especialmente la devoción a Cristo y el amor que se tenían mutuamente.

Habiéndose así saciado, volvía a su propio lugar de vida ascética. Entonces hacía suyo lo obtenido de cada uno y dedicaba todas sus energías a realizar en sí mismo las virtudes de todos. No tenía disputas con nadie de su edad, pero tampoco quería ser inferior a ellos en lo mejor; y aún esto lo hacía de tal modo que nadie se sentía ofendido, sino que todos se alegraban por él. Y así todos los aldeanos y los monjes con quienes estaba unido, vieron que clase de hombre era y lo llamaban "el amigo de Dios" amándolo como hijo o hermano.

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