jueves, 19 de enero de 2017

Vida de San Antonio Septimo Capitulo

ANTONIO BUSCA EL DESIERTO Y HABITA EN PISPIR

Al día siguiente se fue, inspirado por un celo aún mayor por
el servicio de Dios. Fue al encuentro del anciano ya antes mencionado (3-5) y
le rogó que se fuera a vivir con él en el desierto. El otro declinó la
invitación a causa de su edad y porque tal modo de vivir no era todavía
costumbre. Entonces se fue solo a vivir a la montaña. ¡Pero ahí estaba de nuevo
el enemigo!. Viendo su seriedad y queriendo frustarla, proyectó la imagen
ilusoria de un disco de plata sobre el camino. Pero Antonio, penetrando en el
ardid del que odia el bien, se detuvo y, desenmascaró al demonio en él,
diciendo: " ¿Un disco en el desierto? ¿De dónde sale esto?. Esta no es una
carretera frecuentada, y no hay huellas de que haya pasado gente por este
camino. Es de gran tamaño y no puede haberse caído inadvertidamente. En verdad,
aunque se hubiera perdido, el dueño habría vuelto y lo habría buscado, y
seguramente lo habría encontrado porque es una región desierta. Esto es engaño
del demonio. ¡No vas a frustrar mi resolución con estas cosas, demonio! ¡Tu
dinero perezca junto contigo!" (Hch 8,20). Y al decir esto Antonio, el
disco desapareció como humo.

Luego, mientras caminaba, vio de nuevo, no ya otra ilusión,
sino oro verdadero, desparramado a lo largo del camino. Pues bien, ya sea que
al mismo enemigo le llamó la atención, o si fue un buen espíritu el que atrajo
al luchador y le demostró al demonio de que no se preocupabas ni siquiera de
las riquezas auténticas, él mismo no lo indicó, y por eso no sabemos nada sino
que era realmente oro lo que allí había. En cuanto a Antonio, quedó sorprendido
por la cantidad que había, pero atravesó por él, como si hubiera sido fuego y
siguió su camino sin volverse atrás. Al contrario, se puso a correr tan rápido
que al poco rato perdió de vista el lugar y quedó oculto de él.

Así, afirmándose más y más en su propósito, se apresuro
hacia la montaña. En la parte distante del río encontró un fortín desierto que
con el correr del tiempo estaba plagado de reptiles. Allí se estableció para
vivir. Los reptiles como si alguien los hubiera echado, se fueron de repente.
Bloqueó la entrada, después de enterrar pan para seis meses –así lo hacen los
tebanos y a menudo los panes se mantienen frescos por todo un año–, y teniendo
agua a mano, desapareció como en un santuario. Quedó allí solo, no saliendo
nunca y no viendo pasar a nadie. Por mucho tiempo perseveró en esta práctica
ascética; solo dos veces al año recibía pan, que lo dejaba caer por el techo.

Sus amigos que venían a verlo, pasaban a menudo días y
noches fuera, puesto que no quería dejarlos entrar. Oían que sonaba como una multitud
frenética, haciendo ruidos, armando tumulto, gimiendo lastimeramente y
chillando: "¡Ándate de nuestro dominio! ¿Que tienes que hacer en el
desierto? Tú no puedes soportar nuestra persecución". Al principio los que
estaban afuera creían que había hombres peleando con él y que habrían entrado
por medio de escaleras, pero cuando atisbaron por un hoyo y no vieron a nadie,
se dieron cuenta que eran los demonios los que estaban en el asunto, y, llenos
de miedo, llamaron a Antonio. El estaba más inquieto por ellos que por los
demonios. Acercándose a la puerta les aconsejó que se fueran y no tuvieran
miedo. Les dijo: "Sólo contra los miedosos los demonios conjuran
fantasmas. Ustedes ahora hagan la señal de la cruz y vuélvanse a su casa sin
temor, y déjenlos que se enloquezcan ellos mismos".

Entonces se fueron, fortalecidos con la señal de la cruz,
mientras él se quedaba sin sufrir ningún daño de los demonios. Pero tampoco se
fastidiaba de la contienda, porque la ayuda que recibía de lo alto por medio de
visiones y la debilidad de sus enemigos, le daban gran alivio en sus
penalidades y ánimo para un mayor entusiasmo. Sus amigos venían una y otra vez
esperando, por supuesto, encontrarlo muerto, pero lo escuchaban cantar:
"Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los
que lo odian. Como el humo se disipa, se disipan ellos; como se derrite las
cera ante el fuego, así perecen los impíos ante Dios" (Sal 67,2). Y
también: "Todos los pueblos me rodeaban, en el nombre del Señor los
rechacé" (Sal 117,10).

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